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Guantánamo, la mancha indeleble

Una película vista en según qué lugar puede evocar recuerdos incómodos. En la sala de cine al aire libre en la base militar estadounidense de Guantánamo, la mayoría de las cintas a finales de abril eran de acción o comedias fáciles, como Get Hard. La película narra cómo un inversor multimillonario, protagonizado por Will Ferrell, se prepara para cumplir una condena en una cárcel con muy mala reputación. En la reproducción de una prisión, un amigo le adiestra para enfrentarse a las vejaciones de los reos y para hacer sus necesidades en un cubo.
Las carcajadas eran frecuentes entre el público.
El cine se encuentra a medio camino —unos 15 minutos en coche— de los campos de detención en esta extensa y desangelada base naval al sureste de Cuba, establecida en 1903 y símbolo desde 2002 de los abusos de Estados Unidos en aras de la llamada guerra contra el terrorismo. Hacia el norte, se llega al campo X-Ray, que acogió a los primeros presos sospechosos de terrorismo traídos al penal creado tras los atentados del 11-S por el Gobierno de George W. Bush con el objetivo de sortear los tribunales civiles y las salvaguardas internacionales.
Fue en X-Ray donde se fraguó el funesto icono de Guantánamo: la imagen de reclusos ataviados con trajes naranjas arrodillados al aire libre con las manos esposadas. El campo —construido en los años noventa para refugiados cubanos y haitianos considerados peligrosos— acogió a supuestos miembros talibanes y de Al Qaeda durante cuatro meses, mientras se levantaba otro recinto mejor acondicionado.

Hoy, el decadente X-Ray refleja la perpetuación del limbo de Guantánamo. Una orden judicial prohíbe su desmantelamiento. Entre hierbas secas, sobresalen decenas de celdas de apenas dos metros cuadrados, con oxidadas rejas al descubierto y en cuyo interior los reos hacían sus necesidades. Se mantienen firmes las dos casas de madera en que, según un expediente filtrado, se interrogó a al menos un preso durante 49 días seguidos, 20 horas diarias, forzándolo a desnudarse en una sala congelada, actuar como un perro y escuchar continuamente música a todo volumen.
Al sur del cine, están los campos 5 y 6, que concentran la mayoría de los 122 prisioneros de 18 países (más de la mitad son de Yemen) que languidecen en Guantánamo. Entre rejas verdes de tres metros de altura y muros blancos frente a las aguas turquesas del mar Caribe, se enquista la promesa incumplida del presidente Barack Obama de tener cerrado el penal a principios de 2010.
Cada año la población carcelaria se reduce y queda lejos la cifra máxima (684) de 2003. Pero el fin de Guantánamo sigue siendo unaempresa tan compleja que parece imposible.
El penal es un abismo de desesperanza: de los 122 reclusos, solo 10 afrontan cargos o han sido condenados. Cincuenta y siete han sido autorizados a salir si los acoge algún país, 32 son “demasiado peligrosos” para ser transferidos y 23 podrían eventualmente ser acusados.
David Heath, alcaide de la prisión militar, admite que “como ser humano” puede “empatizar” con la frustración de los reos que llevan más de una década pudriéndose en Guantánamo sin haber sido acusados de nada. Pero esgrime que el incumpliento de la promesa de Obama -con la que pretendía restaurar los valores de EE UU yrubricada en una orden ejecutiva- no agrava la reputación del penal. “Trato a todo el mundo con la dignidad que doy a cualquiera. Continuaré haciéndolo hasta que se marchen, ya sea en uno o cinco años. No depende de mí”, dice el coronel del Ejército en una entrevista con un pequeño grupo de periodistas que visitó la base durante cuatro días la última semana de abril.
El futuro de Guantánamo se decide en Washington. La única salida de presos este año tuvo lugar en enero. El nuevo secretario de Defensa, Ashton Carter, no ha firmado ningún traslado. La reticencia de su predecesor, Chuck Hagel, a hacerlo irritó a la Casa Blanca, que forzó su dimisión.
El Pentágono prevé transferir a hasta 10 reclusos antes de septiembre y trabaja en liberar a los 57 autorizados, según explica Myles Caggins, portavoz de política de detenidos del Departamento de Defensa. El tiempo apremia: al demócrata Obama le quedan 20 meses de presidencia y el Congreso, de mayoría republicana, debate una ley para renovar su bloqueo a trasladar presos a EE UU y extenderlo a cualquier país, lo que de facto congelaría la población carcelaria en la base.
La Casa Blanca, según el diario The Washington Post, sopesa un cierre unilateral del penal si se aprueba dicha ley. En los últimos meses, Obama ha impulsado por decreto el restablecimiento de las relaciones con Cuba y la regularización de inmigrantes indocumentados. De no cerrarse durante su presidencia, Guantánamo será una mancha en su legado.
Obama dijo en marzo que debería haber clausurado la prisión en su primer día en el Despacho Oval en 2009 y no haber impuesto un plazo de un año, pero alegó que entonces creía que había consenso en el Capitolio para aprobar el traslado de todos los presos a EE UU y otros países.
La cárcel de Guantánamo -que cuesta al año al menos 400 millones de dólares (356 millones de euros)- destila una extraña concepción del tiempo. El coronel Heath dice apoyar su cierre, pero promueve las reparaciones necesarias para que las desgastadas instalaciones sirvan indefinidamente. También marca distancias con los abusos a reos que se autorizaron al menos hasta 2004, según investigaciones del Pentágono y el Senado. “No hay torturas aquí. No puedo hablar de lo que pasó en el pasado”, señala el alcaide, que lleva casi un año en el cargo y le queda otro. La mayoría de los 2.000 trabajadores del penal -muchos eran niños de corta edad en los atentados de 2001- están aquí entre nueve y doce meses. Todo parece transitorio.
Guantánamo sigue siendo un lugar conflictivo, pese a la retórica oficial de personas como el jordano Zak, consultor cultural de los reos, que alega que los hay que se sienten “afortunados” de estar entre rejas porque en sus países estarían muertos.
Hay presos que siguen exprimiendo sus escasos reductos de libertad para irradiar su impotencia. Los de mala conducta -un 10% del total, con traje naranja y recluidos hasta 22 horas al día en celdas de ocho metros cuadrados en el campo 5- salpican “frecuentemente”, revela Heath, a los guardas con botellas llenas de sus fluidos corporales.
Y un número de reos -“muy pequeño”, según la jefa médica- llevan “muchos meses” en huelga de hambre y son alimentados a la fuerza. La cifra es “muy inferior” al pico de 106 sobre un total de 166 que hubo en 2013. Desde esa rebelión, no se dan cifras bajo el argumento de no alentar huelgas.
Guantánamo tiene un aire orwelliano. No solo se escrutan todos los movimientos de los detenidos, también de los periodistas, que únicamente pueden visitar -siempre escoltados- determinadas zonas de esta base de paisaje seco y montañoso, ver de lejos a los presos y no identificar ni fotografiar a la mayoría de personas. Lugares como el campo 7, en que están los reos más peligrosos, oficialmente no existen. Mucho menos, la cárcel secreta que tuvo la CIA.
La perduración del penal es también la de una era. La guerra contra el terrorismo se mantiene. EE UU bombardea en Irak y Siria al grupo yihadista Estado Islámico, que explota la iconografía de Guantánamo: viste con traje naranja a los rehenes que decapita.
Y el Ejército estadounidense continúa en Afganistán. Muchos de los soldados en Guantánamo sirvieron en ese país. Como el jefe del campo 6, que dice ver pocas diferencias con las prisiones afganas salvo el sofocante calor cubano. O un guarda del campo 5, que admite la dificultad de pasar de una mentalidad de combate a una apaciguadora con los reos. En Afganistán, vio al enemigo en el frente. Ahora, lo custodia entre rejas.

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