Fuente: Ñ
Por: Ian Buruma.
Por: Ian Buruma.
El 8 de mayo de 1945, cuando acabó oficialmente la Segunda Guerra Mundial en Europa, gran parte del mundo estaba en ruinas, pero, si bien la capacidad humana de destrucción no conoce límites, la de volver a empezar es igualmente notable. Tal vez sea esa la razón por la que la humanidad ha logrado sobrevivir hasta ahora. Al final de la guerra millones de personas estaban demasiado hambrientas y exhaustas para hacer algo más que permanecer vivas, pero, al mismo tiempo, una ola de idealismo, una sensación de determinación colectiva de construir un mundo más igual, pacífico y seguro, barrió las ruinas.
Esa es la razón por la que el gran héroe de la guerra, Winston Churchill, perdió las elecciones en el verano de 1945, antes incluso de que Japón se rindiera. Los hombres y las mujeres no habían arriesgado sus vidas simplemente para volver a la época anterior de privilegios de clase y privación social. Querían mejores viviendas, educación y atención de salud gratuita para todos.
Exigencias similares se oían en toda Europa, donde la resistencia antinazi o antifascista estaba encabezada con frecuencia por izquierdistas o, de hecho, comunistas y los conservadores de la preguerra estaban a menudo manchados por la colaboración con los regímenes fascistas. En Francia, Italia y Grecia se hablaba de la revolución. Esta no ocurrió, porque ni los aliados occidentales ni la URSS la apoyaron. Stalin se contentó con tener un imperio en la Europa oriental. Pero incluso De Gaulle tuvo que aceptar a comunistas en su primer gobierno de la posguerra.
En las excolonias de Europa en Asia, donde los pueblos nativos no deseaban ser gobernados una vez más por potencias occidentales, estaba produciéndose un tipo diferente de revolución. Vietnamitas, indonesios, filipinos, birmanos, indios y malayos querían la libertad también. Esas aspiraciones se expresaron con frecuencia en las Naciones Unidas, fundadas en 1945. La ONU, como el sueño de la unidad europea, formó parte también del consenso de 1945. Durante un período breve, muchas personas destacadas –Einstein, por citar una– consideraban que sólo un gobierno mundial podría garantizar la paz mundial.
Ese sueño se desvaneció rápidamente cuando la Guerra Fría dividió al mundo en dos bandos hostiles, pero en ciertos sentidos el consenso de 1945 en Occidente resultó fortalecido por la política de la Guerra Fría. El comunismo tenía gran atractivo intelectual y emocional, no sólo en el Tercer Mundo, sino también en Europa occidental. La democracia social, con su promesa de más igualdad y oportunidades para todos, hizo de antídoto ideológico. En realidad, la mayoría de socialdemócratas eran muy anticomunistas.
Hoy, setenta años después, gran parte del consenso de 1945 no ha sobrevivido. Pocas personas pueden hacer un gran acopio de entusiasmo por la ONU. El sueño europeo está en crisis y cada día se socava más el Estado de bienestar socialdemócrata de la posguerra.
La degradación comenzó en el decenio de 1980, con Reagan y Thatcher. Los neoliberales atacaron el gasto en programas de derechos sociales y los intereses creados de los sindicatos. Se pensaba que los ciudadanos debían adquirir una mayor capacidad para valerse por sí mismos; los programas de asistencia social estatales estaban volviendo a todo el mundo blando y dependiente.
El consenso de 1945 recibió un golpe mucho mayor precisamente cuando todos nos alegrábamos del desplome del imperio soviético, la otra gran tiranía del siglo XX. En 1989, parecía que la siniestra herencia de la Segunda Guerra Mundial, la esclavización de la Europa oriental, se había acabado, pero muchas más cosas se desplomaron con el modelo soviético. La socialdemocracia perdió su razón de ser como antídoto del comunismo. Se llegó a creer que todas las formas de ideología izquierdista eran una utopía equivocada que sólo podía acabar en el gulag.
El neoliberalismo llenó el vacío, creando una gran riqueza para algunos, pero a expensas del ideal de igualdad que había surgido tras la Segunda Guerra Mundial. En los últimos años, otras ideologías han surgido para colmar la necesidad humana de ideales colectivos. El ascenso del populismo de derecha refleja unos anhelos redivivos de comunidades nacionales puras que mantengan fuera a los emigrantes y las minorías y el neoconservadurismo estadounidense ha transformado el internacionalismo de la antigua izquierda al intentar imponer un orden democrático del mundo por la fuerza militar de EE.UU.
La respuesta a esa alarmante evolución no es la nostalgia. No podemos regresar al pasado. Una nueva aspiración a la igualdad social y económica y a la solidaridad internacional es necesaria. No puede ser lo mismo que el consenso de 1945, pero haríamos bien en recordar por qué surgió aquel consenso.
*Ian Buruma es profesor de Democracia, Derechos Humanos y Periodismo en el Bard College.
(c) La Vanguardia
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