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La guerra de las guerras; por William Ospina

Fuente: prodavinci 
Por: William Ospina. 

La guerra de las guerras; por William Ospina  640
Ya antes del acuerdo, que ojalá llegue pronto, entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Farc, Colombia, dicen los medios, está en manos de 1.500 bandas criminales.
Una paz mal hecha —¿y habrá alguna que no lo sea?— podría incrementar esa cifra de un modo dramático, y todo presupuesto sería escaso, y toda solución institucional precaria, ante una escalada de la criminalidad incontrolable.
¿A qué se debe la abundancia de esas bandas criminales? En primer lugar a la guerra misma, que es una inmensa factoría de guerreros en un país donde hace años los jóvenes casi no tienen otra alternativa laboral que la violencia.
En segundo lugar a la desmovilización a medias de los sanguinarios ejércitos paramilitares que por décadas usurparon con sangre la labor de la justicia, ocuparon el territorio con la complicidad del Estado o de sus agentes, y pretendían combatir a la guerrilla cuando en realidad despejaban las rutas de la droga o competían en ese trabajo con la insurgencia.
Y en tercer lugar, pero el más importante, a la guerra de las drogas. Al hecho de que el negocio de la droga no ha sido desmontado, y mientras exista será la mayor amenaza para la estabilidad de nuestras naciones y fuente de violencia y de corrupción.
El papel de los gobiernos de EE. UU. ha sido decisivo en el proceso creciente de desintegración de la sociedad latinoamericana. Desde cuando al despertar de Woodstock, en 1969, el gobierno de Richard Nixon convirtió el tema de la droga en un asunto de política criminal y no de salud pública, la suerte de nuestros países estaba echada.
Los cerebros más perspicaces de EE. UU. no podían haber olvidado que la principal ocasión en que un tema de salud pública se convirtió en asunto de policía, la gran nación norteamericana estuvo a punto de naufragar en el crimen. Prohibido el comercio legal de alcohol en enero de 1920, hordas de gangsters amasaron fortunas gigantescas, se tomaron con armas las calles de Chicago y de Nueva York, compraron a la Policía, corrompieron a la justicia, e hicieron vacilar la estabilidad del país más poderoso del mundo. El número de presos en las cárceles pasó de 4 mil a 27 mil en 12 años, el Gobierno gastaba fortunas en perseguir un crimen que crecía, y el consumo mismo de alcohol aumentó en forma considerable.
En cuanto la violencia evidenció el poder desintegrador de la prohibición, Roosevelt se apresuró a derogar la ley prohibicionista, y el Estado recuperó su control sobre la sociedad.
¿Es inocuo el alcohol? No: el alcohol es una droga peligrosa. También entonces se alegó, contra la despenalización, que volverlo legal exponía a todo el mundo al alcoholismo. Pero se requiere mucho más que botellas de whisky y de aguardiente en las góndolas de los supermercados para que nos convirtamos en alcohólicos. Y mantener ese negocio lejos del poder corruptor de las mafias les ha permitido a las sociedades vivir sin sucumbir a la violencia, tratándolo como un asunto de salud pública.
Colombia es quizás el único país de América Latina que a comienzos del siglo XXI no ha realizado las reformas liberales que ha debido hacer desde el siglo XIX. No instauró los supuestos democráticos que su himno nacional promete desde entonces: “Si el sol alumbra a todos, justicia es libertad”. Eso, y la frustración del proceso popular gaitanista, prolongada por la violencia de los años 50 y por el pacto antipopular del Frente Nacional, fueron las causas visibles de esta guerra de 50 años. Pero lo que permitió que esa guerra se prolongara, que sólo en Colombia las guerrillas comunistas siguieran siendo un factor desestabilizador cuando ya no tenían horizonte de realización histórica, fue el narcotráfico.
A partir de los años 80, cuando se les agotaba su fuego revolucionario, esas guerrillas se fortalecieron protegiendo a los campesinos cultivadores de plantas prohibidas, y se dio una alianza inesperada del espíritu de subsistencia de los campesinos sin proyecto agrario con el espíritu emprendedor de las clases medias transgresoras, bajo la mediación de ejércitos ilegales que se beneficiaban del negocio floreciente para persistir en la guerra sin futuro.
Son las ironías de la época. Los guerreros feroces de la lucha de clases cobrándole impuestos a la agricultura de subsistencia, bajo el negocio global de la prohibición alimentado por el hastío de las sociedades opulentas. Cuatro caras del nihilismo contemporáneo, que con las sobras del confort industrial financia la avidez de riqueza de las sociedades postergadas y paga la supervivencia de los pobres con la sangre de los excluidos.
¿Está Obama de verdad interesado en la paz de Colombia? Si así fuera, podría dejar un legado aún más audaz que la reconciliación con Cuba, más estratégico que el pacto con Irán, tan visionario como el control de las emisiones de gases de efecto invernadero. Podría prevenir el desmoronamiento de la precaria institucionalidad que hoy resiste en América Latina, garantizando un vecindario más estable para sus ciudadanos, y deteniendo la presión violenta de un mundo acorralado contra la frontera norte de México, la frontera más convulsiva del planeta.
Y para ello no tiene que legalizar, cosa que no está en las manos de ningún presidente, sino abrir el debate al más alto nivel sobre las conveniencias de la despenalización de la droga para poner fin al poder corruptor de las mafias. El debate sensibilizará a la población mundial y abrirá el espacio a la voz de los sabios.
¿Está el papa Francisco interesado en la paz de Colombia, de México, de Brasil, de Argentina? Podría hacer un llamado a la reflexión sobre maneras más humanas de manejar el asunto de las drogas, donde imperen la comprensión y la lucidez sobre la intolerancia y la guerra. Un llamado a diferenciar la moralidad del moralismo.
No hay guerrillas en Sinaloa, ni en las favelas de Río, ni en las rancherías de Caracas. Ya no hay guerrillas en El Salvador. El fin de las guerrillas colombianas es urgente, pero no nos librará del destino del continente. El debate sobre la legalización de la droga debe formar parte de todos los diálogos de paz.

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