Fuente: Le Monde Diplomatique Colombia.
Estamos en épocas donde predomina la urgencia, donde quienes mandan –a cualquier nivel– exigen seres dispuestos a ser colaboradores sin reclamo alguno; épocas demandantes de seres dispuestos, ante la orden, velada o abierta, a colocarse las prendas de la institución, en últimas, a desear las cadenas.
Esta es la vieja y audaz táctica del establecimiento: hacer sentir al otro útil, importante, en tanto lo obligan a someterse a la lógica de lo urgente, lo necesario e imprescindible. Son los mecanismos de un adoctrinamiento exquisito, de un panóptico deseado y deseable, más aún, exigido para sentirse satisfechos, en conformidad moral y existencial. Las instituciones lo saben y lo proponen; gerencian su actualización constante entre los súbditos, gozosos implicados.
Bajo tales condiciones se impone –sobre todo en las instituciones educativas– un cierto síndrome esquizo-paranoico administrativo, dominado por el síndrome de la urgencia, por lo inmediato. Es un ahorismo paranoico, casi irracional. Todo es urgente, para hoy, “para ayer” para ya. Todo es inmediato: gestionar, saber hacer; sin embargo, y de manera contradictoria, lo que no parece urgente es pensar, construir cultura y educación crítica
Tal es el nuevo panóptico de vigilancia y control. Directivos, rectores, gerentes, decanos, coordinadores atornillados en sus puestos lo generan y agendan. Son las nuevas formas de visibilizar al controlado. La sociedad de la administración sectoriza su tecnificación con estos modos de control donde nadie queda afuera del foco vigilante. No existe lugar, ni público ni privado, que no quede espiado. De allí la paranoia en red y la esquizofrenia masiva. Lo administrativo adquiere carácter represivo, pero aceptado voluntariamente. Es la servidumbre simbólica aplaudida y deseada por muchos. Más aún, es un sentirse cómodo siendo neo-esclavo en este neoliberalismo perverso. La vigilancia, real y virtual, agrada, incluso se exige, se pide que exista. Estar a la vista del otro es soportar deliciosamente la sociedad paranoica. Dicha condición garantiza la no marginalidad, el ser reconocido. Es comprensible, entonces, la complacencia de unos cuantos ante estas máquinas administrativas de gestión y vigilancia: ser operarios vigilados asegura un simulado éxito, ser noticia vendible, ciudadano publicitado, consumidor-consumido.
En las sociedades confesionales tecno-mediadas y tecno-administradas el mito de lo íntimo-personal termina diluido, imponiéndose el canon de lo íntimo-espectacular. A lo privado se le reprocha por guardar ciertos secretos. A lo público se le aplaude y se le premia, le garantizan publicidad, la palmadita en el hombro y alguna que otra opción de falsa fama. Exponerse y, más aún, ser condescendiente y colaborador, se convierte en una orden, una obligación. Ser producto para el mercado, todo en un solo paquete: oferta y demanda, bien de consumo y consumidor, valor de uso y de cambio, fetiche administrado y administrativo, vigilado condescendiente.
Estamos pues, ante el nuevo panóptico o el pos-panóptico electrónico de rentabilidades y de mercaderes, sintetizado en el autocontrol, la autocensura, la autovigilancia activa y deseada por los subordinados. Buena ganancia para los supervisores y mandos medios; gran tranquilidad espiritual para los supervisados y dirigidos. De nuevo dos en uno: el vigilado se vigila a sí mismo, es un auto-panóptico en red y masivo. Quedar por fuera de la esfera de nuestro superior inmediato –ya sea virtual o telefónicamente– se vive como un acto de irresponsabilidad moral. Es el panóptico interno funcionando día y noche. Desaparecen de esta forma los controles tradicionales y aparecen los autocontroles funcionales. Panópticos individuales, cargados, llevados en la tecno-cotidianidad controlada: el celular, el iPhone, Twitter, Facebook, google y todos los dispositivos mediáticos.
Ciudadanos usuarios controlados por un panopticismo social masificado. Para Thomas Mathiesen se ha instaurado un “sinóptico” gracias a los medios de comunicación donde muchas personas vigilan a unas pocas, contrastando con el panóptico tradicional, donde unos pocos vigilan a muchos.
He aquí una red de informantes: cada uno convertido en un vigía; cada uno es un instrumento del poder que hace cumplir la norma y que denuncia al que la transgrede. Neo-esclavitud neofascista mediática, vivida en las empresas, en la escuela, las universidades, en las familias. Zigmun Bauman le llama “panóptico casero”. La familiarización de cada uno como vigilante del otro garantiza la seguridad de lo institucional. “Con el sinóptico, dice Bauman, en lugar del panóptico, ya no es necesario construir espesas paredes y elevar torres de observación para mantener dentro a los reclusos, mientras se contrata a un gran número de supervisores que aseguran que aquéllos se ajustan a la rutina establecida […] A partir de entonces se espera que los operarios se auto disciplinen y carguen con los costes materiales y psicológicos de organizar su producción. Se espera que los empleados se construyan ellos mismos las paredes que los rodean y se mantenga dentro de ellas por voluntad propia” (1).
Auto vigilancia agradecida e incluso exigida por los súbditos, gustosos de estar en lo que están y como se está. Obedecer al orden y disciplinarse en la obediencia hacia la verdad administrativa es un ideal para los administrados y autocontrolados, hechos para actuar no para pensar. Y más aún, preocupados por ocupar un puesto en el orden jerárquico de las instituciones, por “ser alguien”, despersonalizándose, obedeciendo a las nomenclaturas cuánticas, obsesionados por salir del anonimato, por no ser como “todos”. De allí su compromiso con un régimen que a ellos mismos vulnera pero que veneran. Desaparecidos como individuos críticos-creadores, reducidos a ser ciudadanos usuarios, estos administrativos-administrados se sienten realizados en el confort de un mundo que todo lo ha vuelto ecónomo y tecnócrata, empresarial, financiero. Seres grises, de lo más gris, amargos coordinadores del aniquilamiento.
Época de negación, de nuevos controles, pero también de miedos. Vivimos llenos de miedos. Nos denunciamos, nos controlamos. Exigimos seguridad, nos gustan las cámaras, creemos estar seguros mientras éstas nos observan. Íconoadictos, ahora también somos paranoico-adictos, enfermos por la droga del sometimiento policiaco, de lo cual emana una sociedad militarizada, aparentemente segura de los peligros internos y externos de la vida cotidiana. Entonces, se cumple lo que Baudrillard anunciara hace algunos años: “en el corazón de esta videocultura siempre hay una pantalla, pero no hay forzosamente una mirada”. Pantallas donde te expones y te exponen; pantallas que viven del temor, la desconfianza, la culpabilidad, donde todos somos sospechosos. Cámaras que invaden los lugares y los no lugares. Todos los espacios son posibles de rastreo. He aquí la sociedad esquizo-paranoica administrativa global, legitimada por muchos, criticada y analizada por unos pocos que viajan, a pesar del peligro, a contracorriente.
Un neofascismo fascinante
Vivimos tiempos donde la actualización de ciertos mecanismos y simbolismos fascistas del siglo XX se hacen visibles. Tanto en los medios, como en la publicidad, en la cultura, la literatura, en el cine, en los dispositivos multi y transmediales se han mantenido vigentes algunos imaginarios del fascismo, cautelosamente disimulados gracias al capitalismo tecnológico. El neofascismo se patenta en los conservadurismos de ultraderecha, en xenofobias masivas y en red, en las exclusiones y marginaciones de los inmigrantes, en discriminaciones religiosas y sexuales, en neo-moralismos puritanos religiosos, en nacionalismos que reactualizan los discursos de familia, tradición, raza, sangre, patria, superioridad. Corporativismos totalitarios, emocracias pasionales difundidas a través de los medios y del marketing global. Al decir de José Manuel Querol “de algún modo el capitalismo se tragó al fascismo, lo integró en su psicología social eufemizada y se sirvió de sus modelos emocionales de control del poder para construir un imaginario colectivo. El nazismo dejó de ser político y se convirtió en neuronal” (2).
El fascismo actual espectaculariza lo político, lo torna hechizante, embriagante, emotivo, puro efecto publicitario. Es aquella estetización de la política de la que habló Walter Benjamin. Escenografía del poder aceptado deliciosamente. De manera que pululan en estos escenarios del capitalismo posindustrial las imágenes de algo que supuestamente estaba aniquilado, derrotado. Basta con solo analizar el modelo del héroe mediático, las imágenes de belleza, la violencia en los cómics y narrativas transmediáticas como forma de identidad en las comunidades adolescentes y juveniles. De esta manera se impone así el culto al odio, la destrucción y el golpe, el fervor a lo necrofílico, la consagración casi religiosa a los neochovinismos y las amenazas a lo extranjero. Todo esto bajo el ropaje de una individuación ágora-fóbica, que reclama a gritos ser observada, vigilada, administrada.
Es la idolatría del terror, de los horrores. La pantallización de estos ritos, convertidos en mitos mediáticos, asegura unacultolatría al tótem de la nomenclatura neofascista. No hay mayor patología eufórica que nuestros rostros viendo imágenes de lo terrorífico y pavoroso en los noticieros, en el cine, en las redes teledigitales. El terror, la sangre, el morbo, lo impactante, lo estridente, los asesinatos en masa, nos divierten y entretienen mientras almorzamos o cenamos. He aquí los íconos fascistas reciclados: un verdadero leviatán construido de nuestros miedos y deliciosos espantos.
De modo que el pavor germina, crece y se reproduce más que cualquier hecho cotidiano; entra a nuestras casas, habita con nosotros entre las cosas, estableciéndose en los medios electrónicos. Es un nuevo siglo del miedo, no tan distinto al definido por Albert Camus en noviembre de 1948 (3). Es la bunkerización de la vida. En el búnker “nos hemos instalado (mental y existencialmente). La bunkerización es la consecuencia, entre otras cosas, de la televisión planetaria y de la reticulación cibernética” (4). La casa como búnker, espacio aparentemente seguro, pero donde llegan los peligros y el desierto crece y lo siniestro permanece a pesar de los muros.
Pero también crece la amnesia junto al pánico. Vaya paradojas. Olvido y pánico en la era de la hiperinformación. Cada hecho que causa pavor se olvida de inmediato. Es como entrar a una obra de teatro hecha de olvidos. Los sucesos del dolor quedan afuera, virtualizados. Es el terror pantallizado. Fuera de mí, en otro espacio, en otro lugar, en un no lugar, es donde los desastres suceden. Y sin embargo, vivimos con el terror en casa, entre el mundo off life y el mundo on line. Son los neofascismos donde se da una mezcla suprema entre lo privado y público, una interacción paranoica tanto en la calle como en la habitación, en la cual se conectan, al decir de Paul Virilio, los “inválidos equipados”.
La reinstalación de estos procesos fascistas impone un esquizofrénico aplausímetro para el caudillo, junto al placer por los significantes y el destierro de los significados. Son las formas de un fascismo camuflado, hibridado con los dispositivos del control escenográfico, gratamente estetizado. El neofascismo impone la fiesta sobre el horror, la amabilidad sobre el castigo directo, de tal manera que sus nefastos resultados no se sientan.
Perversa y astuta estrategia de despolitizar, desmemorizar y deshistorizar la cultura a través de la performancia liviana, feliz y espectacular de los terribles acontecimientos de nuestro tiempo. Horrorosa estrategia de aislarnos del ágora y de la palabra crítica. Elegante forma de desterrarnos como sociedad civil activa, constructora y con derecho a cambiar el rumbo de los sucesos. Tal es la perversidad neofascista: insinuar que toda protesta y exigencia de cambio es inútil, estéril. En últimas, liquidar la idea de una ciudadanía transformadora.
El síndrome esquizo-paranoico administrativo es una de las tantas tácticas empleadas por los fascismos neoliberales. También lo son los panópticos y sinópticos mediáticos mercantiles, donde encontramos un aplauso ingenuo a todo lo que se desecha, un rechazo a la memoria grávida, constructora y, en su opuesto, la acogida fanática a una memoria efímera, amnésica, fugaz. La memoria convertida en moda retro y cuarto de San Alejo, privada de su fuerza simbólica y política, reducida a una imaginería lumínica trans-histórica, ligera, sin peligro alguno. Estrategia neo-fascista: impulsar la estetización performática de la historia. Hollywood la realiza de forma admirable.
Estos son los dispositivos, no solo de vigilancia sino también de consumo, implementados y reemplazados velozmente, superando las fronteras. Mecanismos de sometimiento que imponen el culto a lo banal, que demandan la obsesiva pulsión de lo urgente y la impaciencia por saber hacer y mostrar el hacer; la soledad en red masificada, la instauración de simuladas democracias y una policía virtual que sigue y pisa los talones a los jockeys informáticos, narcotizados tecnovirtuales. El fascismo del siglo XX lo sabía, el neofascismo del XXI lo actualiza.
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