Fuente: EM.
Por: JAVIER MATO
25/08/2016 12:06
ESTE AGOSTO, como casi cada año, huí a climas menos agobiantes, para hacer hueco a las hordas que nos invaden. Circulando en coche por Gran Bretaña, me encontré con un programa de radio, en BBC1, titulado Nacidos en el porno. El espacio, puramente periodístico, se centraba en cómo cambia la concepción de las relaciones humanas, especialmente las íntimas, cuando se crece subsumido en los valores que transmite la pornografía gratuita omnipresente en Internet. No es la primera vez que veo en medios extranjeros informes absolutamente preocupantes sobre los efectos de vivir inmersos en esta nueva realidad. Algo de lo que, extrañamente, en España no se habla; parece no ser de interés para nadie y menos para los partidos políticos o su corte de organizaciones paralelas, a quienes siempre se les dan mejor los asuntos actuales como, por ejemplo, la Guerra Civil.
Los datos que se manejaban en este programa permiten asegurar que el porno está entre nosotros, aunque nadie jamás haya visto en las cercanías a un consumidor: una universidad británica ha comprobado que el 90% de los chicos y chicas de entre 8 y 16 años ha accedido a estos contenidos, no necesariamente de forma voluntaria. Está probado que una de cada cuatro búsquedas en Google es sobre pornografía, y que el negocio que movía en 2006, de 97.000 millones de dólares, era superior al de Google y Apple juntos. Cada año, sólo en Estados Unidos se hacen 13.000 películas de este tipo, por supuesto sin necesidad de guionistas, aunque sí de actores, que están disponibles en los 4,2 millones de websites especializadas, que tienen decenas de millones de visitas mensuales. Cada móvil puede ser una ventana a este tipo de contenidos, incluso sin dejar rastro alguno.
Lo realmente grave de este consumo masivo de productos pornográficos tiene que ver con los valores, por llamarlos de alguna manera, que transmiten. Esos valores son el resultado de presentar como normales conductas que no lo son. Lo que se representa en la pantalla como normal se adopta más fácilmente, sin cuestionamientos. Por eso nuestro horror, totalmente justificado, ante la imagen de los años sesenta, cuando una mujer nos decía que tal o cual lavavajillas le simplificaba la vida. Esa normalidad implicaba un papel que se transmitía y que, en parte, hoy se ha conseguido erradicar. Sin embargo, esta normalidad se queda en juego de niños comparada con la normalidad del porno.
Los profesores de enseñanza en varios países detectan cada día conductas en las relaciones entre jóvenes, profundamente influidas por la normalidad que ven en este tipo de películas. Eso afecta a cómo se percibe el cuerpo humano, cómo son las conductas en la intimidad del acto sexual, qué se ha de esperar, etcétera. La casi totalidad de lo que se transmite en este sentido son mentiras, pensadas para dar más gancho al producto pornográfico, pero que, sin embargo, se perciben como realidades normales.
Siendo este cambio de parámetros preocupante, mucho peor es la degradación del acto sexual como parte de una relación humana. Simplemente, en estas narrativas no cabe ni el sentimiento, ni el amor. Todo es una cuestión mecánica, desprovista de cualquier consideración emotiva. Es como sacar café de una máquina expendedora: una pura transacción en la que la otra persona es usada y después ignorada. Todo se centra en la búsqueda del placer personal individual, aplastando si es necesario al otro; es la consagración del egoísmo más cruel como valor dominante, donde únicamente cuenta el protagonista, siempre el varón. Parecen humanos, pero no tienen humanidad.
El género pornográfico crea adicción -aquí cito a Chris Hedges, que ha investigado el tema en Estados Unidos- la cual es saciada con un progresivo endurecimiento de las imágenes y de las prácticas, que conduce en última instancia al ejercicio de la violencia, siempre tratando a la mujer como inferior, esclava, sumisa, indigna de cualquier consideración humana y al servicio del dominante. Incluso hay algún subgénero denominado «no consentido» que equivale a la promoción del delito, más allá del alcance de la legislación.
Muchas organizaciones -casi siempre vinculadas a las iglesias, al parecer último reducto de lo humano- han denunciado la tremenda situación en la que se encuentran los actores y especialmente las actrices de esta industria controlada por las grandes corporaciones de cuyos otros negocios todos tenemos pleno conocimiento. Hedges, que se adentró en ese mundo, cuenta que en una enorme mayoría de los casos estas mujeres acaban atrapadas en espirales violentas asociadas a las drogas, lo cual normalmente termina con sus vidas en pocos años.
Esta basura, este horror degradante, sería hoy el producto de consumo diario de una parte de nuestra sociedad. La cuestión central que planteaba este programa de la BBC y que me parece absolutamente relevante es ¿qué ocurre cuando una sociedad incorpora esos antivalores en los que la mujer es presentada literalmente al servicio del placer masculino?
Admito que no entiendo que seamos capaces de manifestarnos ante una tienda de ropa porque uno de sus posters publicitarios nos parece machista y sin embargo nadie abra la boca con relación a esta basura que está ahí, omnipresente. Me sorprende que los expertos británicos hablen abiertamente del incremento tremendo de la violencia en las relaciones de pareja entre los adolescentes mientras que en España esto no existe, no ocurre o, mucho peor, no nos interesa. Quizás exista alguna otra razón que explique este silencio español ante estos valores que se expanden por cada esquina de nuestra sociedad, pero yo no llego a entenderlo.
A mí me da la sensación de que nuestras feministas y nuestros luchadores por la dignidad del ser humano -que, supongo, deberían ser la misma cosa- tienen ojeras que les impiden ver su entorno. Tanto se acostumbraron a asociar al franquismo con la represión de los contenidos pornográficos, que quizás hoy todavía sigan creyendo que de todo esto puede salir algo bueno, liberalizador. No, lamentablemente, el porno es un producto adictivo, falso y mentiroso que ha convertido la relación de pareja en un producto de consumo en el que se establece una relación de dominio, de imposición, de violencia frecuentemente explícita, que convierte al ser humano en basura, que lo arrastra hasta consumirlo.
No nos iría mal si dejáramos de lado los prejuicios y analizáramos con frialdad los datos de nuestro entorno. Si en muchos países europeos se detectan efectos de este consumo de basura, especialmente en los jóvenes ¿por qué en España ni siquiera se investiga? Yo no consigo entender que se hagan planes integrales de protección de la mujer y que se ignore este fenómeno que arrasa con todo lo que encuentra a su paso. Defender la dignidad de cualquier ser humano debería ser más importante que los prejuicios que nos limitan.
Javier Mato es periodista y profesor del CESAG.
Por: JAVIER MATO
25/08/2016 12:06
ESTE AGOSTO, como casi cada año, huí a climas menos agobiantes, para hacer hueco a las hordas que nos invaden. Circulando en coche por Gran Bretaña, me encontré con un programa de radio, en BBC1, titulado Nacidos en el porno. El espacio, puramente periodístico, se centraba en cómo cambia la concepción de las relaciones humanas, especialmente las íntimas, cuando se crece subsumido en los valores que transmite la pornografía gratuita omnipresente en Internet. No es la primera vez que veo en medios extranjeros informes absolutamente preocupantes sobre los efectos de vivir inmersos en esta nueva realidad. Algo de lo que, extrañamente, en España no se habla; parece no ser de interés para nadie y menos para los partidos políticos o su corte de organizaciones paralelas, a quienes siempre se les dan mejor los asuntos actuales como, por ejemplo, la Guerra Civil.
Los datos que se manejaban en este programa permiten asegurar que el porno está entre nosotros, aunque nadie jamás haya visto en las cercanías a un consumidor: una universidad británica ha comprobado que el 90% de los chicos y chicas de entre 8 y 16 años ha accedido a estos contenidos, no necesariamente de forma voluntaria. Está probado que una de cada cuatro búsquedas en Google es sobre pornografía, y que el negocio que movía en 2006, de 97.000 millones de dólares, era superior al de Google y Apple juntos. Cada año, sólo en Estados Unidos se hacen 13.000 películas de este tipo, por supuesto sin necesidad de guionistas, aunque sí de actores, que están disponibles en los 4,2 millones de websites especializadas, que tienen decenas de millones de visitas mensuales. Cada móvil puede ser una ventana a este tipo de contenidos, incluso sin dejar rastro alguno.
Lo realmente grave de este consumo masivo de productos pornográficos tiene que ver con los valores, por llamarlos de alguna manera, que transmiten. Esos valores son el resultado de presentar como normales conductas que no lo son. Lo que se representa en la pantalla como normal se adopta más fácilmente, sin cuestionamientos. Por eso nuestro horror, totalmente justificado, ante la imagen de los años sesenta, cuando una mujer nos decía que tal o cual lavavajillas le simplificaba la vida. Esa normalidad implicaba un papel que se transmitía y que, en parte, hoy se ha conseguido erradicar. Sin embargo, esta normalidad se queda en juego de niños comparada con la normalidad del porno.
Los profesores de enseñanza en varios países detectan cada día conductas en las relaciones entre jóvenes, profundamente influidas por la normalidad que ven en este tipo de películas. Eso afecta a cómo se percibe el cuerpo humano, cómo son las conductas en la intimidad del acto sexual, qué se ha de esperar, etcétera. La casi totalidad de lo que se transmite en este sentido son mentiras, pensadas para dar más gancho al producto pornográfico, pero que, sin embargo, se perciben como realidades normales.
Siendo este cambio de parámetros preocupante, mucho peor es la degradación del acto sexual como parte de una relación humana. Simplemente, en estas narrativas no cabe ni el sentimiento, ni el amor. Todo es una cuestión mecánica, desprovista de cualquier consideración emotiva. Es como sacar café de una máquina expendedora: una pura transacción en la que la otra persona es usada y después ignorada. Todo se centra en la búsqueda del placer personal individual, aplastando si es necesario al otro; es la consagración del egoísmo más cruel como valor dominante, donde únicamente cuenta el protagonista, siempre el varón. Parecen humanos, pero no tienen humanidad.
El género pornográfico crea adicción -aquí cito a Chris Hedges, que ha investigado el tema en Estados Unidos- la cual es saciada con un progresivo endurecimiento de las imágenes y de las prácticas, que conduce en última instancia al ejercicio de la violencia, siempre tratando a la mujer como inferior, esclava, sumisa, indigna de cualquier consideración humana y al servicio del dominante. Incluso hay algún subgénero denominado «no consentido» que equivale a la promoción del delito, más allá del alcance de la legislación.
Muchas organizaciones -casi siempre vinculadas a las iglesias, al parecer último reducto de lo humano- han denunciado la tremenda situación en la que se encuentran los actores y especialmente las actrices de esta industria controlada por las grandes corporaciones de cuyos otros negocios todos tenemos pleno conocimiento. Hedges, que se adentró en ese mundo, cuenta que en una enorme mayoría de los casos estas mujeres acaban atrapadas en espirales violentas asociadas a las drogas, lo cual normalmente termina con sus vidas en pocos años.
Esta basura, este horror degradante, sería hoy el producto de consumo diario de una parte de nuestra sociedad. La cuestión central que planteaba este programa de la BBC y que me parece absolutamente relevante es ¿qué ocurre cuando una sociedad incorpora esos antivalores en los que la mujer es presentada literalmente al servicio del placer masculino?
Admito que no entiendo que seamos capaces de manifestarnos ante una tienda de ropa porque uno de sus posters publicitarios nos parece machista y sin embargo nadie abra la boca con relación a esta basura que está ahí, omnipresente. Me sorprende que los expertos británicos hablen abiertamente del incremento tremendo de la violencia en las relaciones de pareja entre los adolescentes mientras que en España esto no existe, no ocurre o, mucho peor, no nos interesa. Quizás exista alguna otra razón que explique este silencio español ante estos valores que se expanden por cada esquina de nuestra sociedad, pero yo no llego a entenderlo.
A mí me da la sensación de que nuestras feministas y nuestros luchadores por la dignidad del ser humano -que, supongo, deberían ser la misma cosa- tienen ojeras que les impiden ver su entorno. Tanto se acostumbraron a asociar al franquismo con la represión de los contenidos pornográficos, que quizás hoy todavía sigan creyendo que de todo esto puede salir algo bueno, liberalizador. No, lamentablemente, el porno es un producto adictivo, falso y mentiroso que ha convertido la relación de pareja en un producto de consumo en el que se establece una relación de dominio, de imposición, de violencia frecuentemente explícita, que convierte al ser humano en basura, que lo arrastra hasta consumirlo.
No nos iría mal si dejáramos de lado los prejuicios y analizáramos con frialdad los datos de nuestro entorno. Si en muchos países europeos se detectan efectos de este consumo de basura, especialmente en los jóvenes ¿por qué en España ni siquiera se investiga? Yo no consigo entender que se hagan planes integrales de protección de la mujer y que se ignore este fenómeno que arrasa con todo lo que encuentra a su paso. Defender la dignidad de cualquier ser humano debería ser más importante que los prejuicios que nos limitan.
Javier Mato es periodista y profesor del CESAG.
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